Aquí os dejo el magnífico prólogo del libro "El Manual del Guerrero " de Paulo Coelho.Creo que de él cada persona puede sacar una interpretación diferente y también según el momento de su vida que lo lea. Espero lo disfrutéis tanto como yo,...
—En la playa al este
de la aldea, existe una isla, con un gigantesco templo lleno de campanas —dijo
la mujer.
El niño reparó que
ella vestía ropas extrañas y llevaba un velo cubriendo sus cabellos. Nunca la
había visto antes.
—¿Tú ya lo conoces?
—preguntó ella—. Ve allí y cuéntame qué te parece.
Seducido por la
belleza de la mujer, el niño fue hasta el lugar indicado. Se sentó en la arena
y contempló el horizonte, pero no vio nada diferente de lo que estaba
acostumbrado a ver: el cielo azul y el océano.
Decepcionado, caminó
hasta un pueblecito de pescadores vecino y preguntó sobre una isla con un
templo.
—Ah, esto fue hace
mucho tiempo, en la época en que mis bisabuelos vivían aquí —dijo un viejo
pescador—. Hubo un terremoto y la isla se hundió en el mar. Sin embargo, aun
cuando no podamos ya ver la isla, aún escuchamos las campanas de su templo,
cuando el mar las agita en su fondo.
El niño regresó a la
playa e intentó oír las campanas. Pasó la tarde entera allí, pero sólo
consiguió oír el ruido de las olas y los gritos de las gaviotas.
Cuando la noche
llegó, sus padres vinieron a buscarlo. A la mañana siguiente, él volvió a la
playa; no podía creer que una bella mujer pudiese contar mentiras. Si algún día
ella regresaba, él podría decirle que no había visto la isla, pero que había
escuchado las campanas del templo que el movimiento del agua hacía que sonasen.
Así pasaron muchos
meses; la mujer no regresó, y el chico la olvidó; ahora estaba convencido de
que tenía que descubrir las riquezas y tesoros del templo sumergido. Si
escuchase las campanas, sabría su localización y podría rescatar el tesoro allí
escondido.
Ya no se interesaba
más por la escuela, ni por su grupo de amigos. Se transformó en el objeto de
burla preferido de los otros niños, que acostumbraban a decir: "Ya no es
como nosotros, prefiere quedarse mirando el mar porque tiene miedo de perder en
nuestros juegos".
Y todos se reían,
viendo al niño sentado en la orilla de la playa.
Aun cuando no
consiguiese escuchar las viejas campanas del templo, el niño iba aprendiendo
cosas diferentes. Comenzó a percibir que, de tanto oír el ruido de las olas, ya
no se dejaba distraer por ellas. Poco tiempo después, se acostumbró también a
los gritos de las gaviotas, al zumbido de las abejas y al del viento golpeando
en las hojas de las palmeras.
Seis meses después
de su primera conversación con la mujer, el niño ya era capaz de no distraerse
por ningún ruido, aunque seguía sin escuchar las campanas del templo sumergido.
Otros pescadores
venían a hablar con él y le insistían:
—¡Nosotros las
oímos! —decían.
Pero el chico no lo
conseguía.
Algún tiempo
después, los pescadores cambiaron su actitud.
—Estás demasiado
preocupado por el ruido de las campanas sumergidas; olvídate de ellas y vuelve
a jugar con tus amigos. Puede ser que sólo los pescadores consigamos
escucharlas.
Después de casi un
año, el niño pensó: "Tal vez estos hombres tengan razón. Es mejor crecer,
hacerme pescador y volver todas las mañanas a esta playa, porque he llegado a
aficionarme a ella". Y pensó también: "Quizá todo esto sea una
leyenda y, con el terremoto, las campanas se hayan roto y jamás vuelvan a
tocar".
Aquella tarde,
resolvió volver a su casa.
Se aproximó al
océano para despedirse. Contempló una vez más la Naturaleza y, como ya no
estaba preocupado con las campanas, pudo sonreír con la belleza del canto de
las gaviotas, el ruido del mar, el viento golpeando las hojas de las palmeras.
Escuchó a lo lejos la voz de sus amigos jugando y se sintió alegre por saber
que pronto regresaría a sus juegos infantiles.
El niño estaba
contento y —en la forma en que sólo un niño sabe hacerlo— agradeció el estar
vivo. Estaba seguro de que no había perdido su tiempo, pues había aprendido a
contemplar y a reverenciar a la Naturaleza.
Entonces, porque
escuchaba el mar, las gaviotas, el viento en las hojas de las palmeras y las
voces de sus amigos jugando, oyó también la primera campana.
Y después otra.
Y otra más, hasta
que todas las campanas de templo sumergido tocaron, para su alegría.
Años después, siendo
ya un hombre, regresó a la aldea y a la playa de su infancia. No pretendía
rescatar ningún tesoro del fondo del mar; tal vez todo aquello había sido fruto
de su imaginación, y jamás había escuchado las campanas sumergidas en una tarde
perdida de su infancia. Aun así, resolvió pasear un poco para oír el ruido del
viento y el canto de las gaviotas.
Cual no sería su
sorpresa al ver, sentada en la arena, a la mujer que le había hablado de la
isla con su templo.
—¿Qué hace usted
aquí? —preguntó.
—Esperar por ti
—respondió ella.
Él se fijó en que,
aunque habían transcurrido muchos años, la mujer conservaba la misma
apariencia: el velo que escondía sus cabellos no parecía descolorido por el
tiempo.
Ella le ofreció un
cuaderno azul, con las hojas en blanco.
—Escribe: un
guerrero de la luz presta atención a los ojos de un niño. Porque ellos saben
ver el mundo sin amargura. Cuando él desea saber si la persona que está a su
lado es digna de confianza, procura verla como lo haría un niño.
—¿Qué es un guerrero
de la luz?
—Tú lo sabes
—respondió ella, sonriendo—. Es aquel que es capaz de entender el milagro de la
vida, luchar hasta el final por algo en lo que cree, y entonces, escuchar las
campanas que el mar hace sonar en su lecho.
Él jamás se había
creído un guerrero de la luz. La mujer pareció adivinar su pensamiento.
—Todos son capaces
de esto. Y nadie se considera un guerrero de la luz, aun cuando todos lo sean.
Él miró las páginas
del cuaderno. La mujer sonrió de nuevo.
—Escribe sobre el
guerrero —le dijo.
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